lunes, 2 de junio de 2008

Memorias

La turbación se había apoderado completamente de mí, tanto así que desde aquel día en que la vi yacer inerte sobre el suelo siento que mi espíritu hubiese partido junto a ella, como si nuestro amor, aún después de la tragedia, fuese la cadena que nos atase a la eternidad, pues, aunque aquí me encuentro, no soy quien debería ser, pues para vivir tengo la necesidad de hallar su presencia dentro de esta inmunda realidad.

Hace algunos años, cuando la distancia quiso separarme de mi hermosa reina, lo único que añoraba era tenerla cerca de mí, y en mis sueños deliraba al sentir el roce de sus manos, cuando tomaba las mías y me decía con dulzura al oído: “ángel mío, todo estará bien”, y sin evitar las lágrimas todo mi ser escuchaba sus palabras, pues, en aquellos tiempos, sus frases me antojaban versos y sus conversaciones gratas poesías. En su intento de aliviarme con su pureza, sellaba la lección con un beso que elevaba mi alma hasta la gloria de los dioses, donde ella siempre se encontraba reunida con los ángeles, contagiada por la infinidad del firmamento, y así, en mi delirio, lograba entender el por qué de su frase: “es demasiado hermoso para poder explicarlo”, pero no fue necesaria una explicación, pues con ella aprendí que no es necesario morir para saber que vivimos entre espíritus celestiales.

Pero, ¿qué es el hombre para quejarse de sí? ¿Qué más podía pedirle a mi vida si tuve el honor de ser amado por una princesa? El remordimiento daba ahora una luminosidad oscura a mi alma, y ella, mi única luz, me había sido cruelmente arrebatada por la muerte, haciendo que desde ese momento mi nulidad fuese total y las tinieblas me impidieran retomar un camino. Era imposible, pues ¿cómo podría existir si la culpa devoraba mi corazón? ¿Cómo perdonarme si la sangre de aquella rosa roja, que acompañaba a mi hermosa al momento de su muerte, ahora tiñe mis ojos y ahora, cada vez que observo mi reflejo, siento que la muerte me estuviese citando?
Siempre fui un magnánimo defensor de la vida, así fuese la de la más minúscula criatura, pues mi amada me enseñó que cualquier ser, por insignificante que pareciese, llevaba un tesoro par todo aquel que lo respetase, y de allí que siempre nos divirtiéramos siguiendo el rumbo de las hormigas para hallar luego una rústica maravilla arquitectónica, llamada “colonia” por los ojos menos brillantes y las mentes apagadas; cuando intentábamos descubrir el porqué del gracioso movimiento de las aves al caminar en busca de alguna migaja, a lo cual ella respondía diciendo que era lógico porque estos preciosos seres sólo habían nacido para reposar en las alturas; las veces en que observábamos los inmensos árboles del bosque y olvidábamos discretamente lo demás, viendo sólo con maravilla y con tristeza la forma en que las hojas secas caían, inundando así los suelos, cubriéndolos con un sobrio follaje que simulaba una alfombra real, tan afortunada que resguardaría los pasos de mi dulce princesa; y en las noches, cuando la tímida luz de la luna iluminaba su hermoso rostro y, llena de claridad, más que una estrella, tomaba yo sus labios suavemente y en sus besos me elevaba hasta remotos e insuperables cielos. No puedo alejarla de mí, no quiero apartarla, pero ahora, al haber descubierto la sublimidad de mi alma por su gracia, encuentro en toda la naturaleza el olor de mi tumba: el sol se apaga, las mariposas mueren, las flores se cierran, el alegre cantar de los pajarillos desaparece, los colores se entristecen y la luz para mí ya no vuelve. El silencio ha tomado la voz de mi princesa y me ha dicho que vuele con ella.

Llevaba mi princesa un lazo blanco atado a su cintura el mismo día de su fallecimiento, ¡ay, mi hermosa, que seguía luciendo bellísima después de su muerte!, y decidí tomarlo atrevidamente, prometiendo que lo cargaría conmigo hasta el último momento de mi vida, ¡y qué dicha más grande! ¡Sea este lazo el que me ayude a traspasar la puerta que me encierra en mi fugaz existencia!

Ha llegado el momento. El lacito que ataba tu delicada cintura ahora rodea estrechamente mi cuello, y este roble ha tenido la fortuna de enlazar uno de sus extremos. Ahora dejaré que mi cuerpo desfallezca y, flotando en el aire, de esta manera, el bosque sentirá mi último suspiro, y la muerte vendrá en el acto por los restos de mi alma. ¡Aguárdame, amor mío! ¡Princesa, pronto te veré, pronto estaré contigo!