viernes, 2 de abril de 2010

... Y MUERE LA ESTEPA.

La otra noche pensaba en lo que consideraba eran sólo habladurías, nada más que mitos de viejas o recuerdos remendados con fantasías. Imagino éste ahora mustio territorio, en otro tiempo rebosante de caza, y abundante agua, en donde los osos se acercaban solo esporádicamente, y los incautos rebaños de caribúes pastaban en primavera, recién florecía de nuevo la sabana. Según cuentan los viejos, los nuestros vivían a sus anchas, recorriendo el valle a lo largo del Enisey. La vida es dura hoy en día, cada vez hay menos alimento y mucho menos territorio que en tiempos ancestrales, y aunque siempre hemos sido de hábitos nocturnos, cuidándonos de no ser vistos por las bestias salvajes, ahora menos por los insaciables invasores que arribaron hace ya algún tiempo. Siempre me he negado a creer que todo pueda ser tan fácil, aunque ahora, en medio del hambre y otras vejaciones, tal vez el desvaría me lleva a encontrar algún sentido y dar crédito a las palabras de los ancianos del clan.

Mis padres eran un poco difíciles, pero cariñosos. Su temperamento era complicado, aunque es normal cuando has criado y sacado adelante seis hijos. Mas no importa, gracias a ellos aprendí a defenderme y a ganarme la vida honestamente, respetando a mis compañeros. Aunque en el tiempo de mis antepasados, era bastante más seguro. Estas tierras eran nuestras y vivíamos en paz. Comíamos lo que la madre tierra no brindaba y cuidábamos que así siguiera siendo. ¡Bueno!, en invierno teníamos que ir un poco más al sur, pero estábamos acostumbrados. De todas formas aquí somos animales de costumbres. Era un buen lugar para vivir, podíamos cazar venados, de vez en cuando un reno grande, y vivir tranquilos, según cuentan los viejos. Sin embargo, solo hasta la generación de mis padres, tuvieron la oportunidad de disfrutar de aquel esplendor, ahora extinguido. De ellos no sé mucho, porque los invasores los asesinaron, poco después que mis hermanos y yo viniésemos al mundo.

Mi pueblo raza vivió feliz... hasta que ellos llegaron. Esas malditas bestias insaciables.

Mis ancestros relatan que hasta hace relativamente poco, la lucha era algo menos injusta. Raras veces nos hemos alimentado con su carne que es tierna y tiene hasta un buen sabor. Pero ellos solo matan por placer. Se han vuelto incontenibles, unos monstruos, ruidosos y nada disimulados, depredándose incluso entre ellos, cuando clanes rivales invaden territorio. Han asesinado a muchos de los nuestros, aún cuando ya no competimos con ellos por la supervivencia. La lucha es en extremo desigual; muy pocos quedamos en pie. Mi raza siempre ha creído que es justo competir por el espacio y el alimento. Pero a las bestias nunca les ha interesado guardar el antiguo pacto de mutuo respeto que tenemos con la madre naturaleza: vida por vida, no vida por muerte. Estamos aquí mucho antes que ellos, pero ante su excesivo apetito poco podemos hacer.

Nos han forzado a dejar nuestro hogar y a empezar de nuevo, aunque ellos día tras día extienden sus territorios, a costa de lo que era nuestro por antigüedad. Empiezan a rodearnos y hemos decidido dejar éstos parajes, mudarnos un poco más al norte. Supongo que tendremos que acostumbrarnos a los osos, de todas formas ellos también tienen sus problemas. Tendremos que acostumbrarnos a un cambio climático: el hielo del ártico retrocede más y más cada año. Ya casi no hay caribúes, las aguas del río han retrocedido bastante, y con ellas, los rebaños. Hasta el mismísimo Baikal se está secando. De algo estoy seguro... el hogar donde crecimos está siendo consumido por esas malditas bestias. Por más que nos alejamos de sus territorios, nos persiguen para acabarnos, su voracidad poco a poco nos está extinguiendo…

Ahora atravieso velozmente la pradera, para no ser rastreado. La luna está alta y su luz amarillenta baña la tierra. El viento trae consigo el repugnante olor de las bestias humanas. A lo lejos escucho los aullidos de mi manada, y me uniré a ellos: tengo una camada que alimentar.